Ya no tengo memoria de cuando
comenzó todo esto. Puede ser cuando era chiquita, apenas tenía unos 7 u 8 años
cuando terminé en la puerta de la dirección de la escuela, al defenderme de un
compañerito que, en una actitud premonitoria, me dijo gorda por primera vez. En
ese momento, algo se desacomodó en mi pequeña cabecita de niña, algo que hasta
el día de hoy trato de acomodar.
Y después de ese insulto, porque
decirle gorda a alguien siempre fue un insulto, vinieron otros. Algunos que no
me importaban, y otros que me hicieron llorar. Algunos que generaron un cambio
positivo en lo que hacía, y otros que me llevaron a tener conductas enfermizas
en cuanto a la alimentación, rozando la enfermedad.
La adolescencia fue terrible,
divertida, pero terrible de todas formas. Es una época donde ser distinto, de
otro tamaño duele más. Cuando para salir
todas sacaban sus polleritas, sus remeritas, y una no tiene más remedio que
usar alguna camisota con unos pantalones que son de abuelita, la cosa se pone
difícil. Por supuesto que jamás pude
intercambiar prendas con mis amigas, jamás. Siempre la gorda queda en un rincón
donde hay dos soluciones: ser retraída, y para colmo de males gorda, o
desarrollar de manera casi sobrenatural su encanto, y ser simpática, graciosa,
atrevida, loca. Alguien con quien reírse y pasarla bien. Utilicé la segunda
estrategia. Pasaron los años, y alguna vez logré estar cerca de la flacura, un
mundo casi desconocido para mí. Ni yo me lo creía. Duró algunos años, que
fueron bien disfrutados, pero ante un descuido, y otro, y uno más, acá estoy,
con 35 años y peleando de nuevo con este cuerpo que se puso grande otra vez.
Muchos días me levanto pensando
que es posible cambiar, que no va a ser difícil, que si una vez pude,
nuevamente voy a poder. Otros días, menos positivos, pienso que esta lucha es
igual que escalar descalzo el Everest, tomar unos mojitos en la cima y bajar,
todo en un día. Y siempre me cuestiono, cuestiono el qué, el cómo y el cuándo
llegué a ser esta que soy, y no entiendo porqué no me di cuenta de lo que
estaba pasándome. ¿Cómo llegue a estar en tres cifras, y no lo noté? ¿En qué
estaba pensando? ¿Es este un camino sin retorno?
Y es en ese momento que entiendo
que esta es una lucha bien difícil, porque no hay otro con quien luchar: esto
es con uno mismo, o contra uno mismo, como cada uno quiera verlo. Es el cuerpo
que tengo hoy el que a veces me da risa, otras ganas de llorar, otras es una
prisión, y algunas pocas veces adoro, pero siempre es el instrumento de vida
que tengo. Y ahí llega la iluminación, que claramente viene junto con los años:
es el único cuerpo que tengo, y por ende, tengo la obligación de cuidarlo y de
quererlo, sea como es hoy, como fue ayer y como será mañana. Y a pesar de que
el mundo de hoy está hecho para los flacos, vengo a decirles que yo existo, y
que pienso, y que hablo y escribo, y que necesito un lugar que ocupar aquí, más
voluminoso que el de alguien que pese 55 kilos y tenga las medidas
reglamentarias para esta sociedad que no acepta los rollos ni en el cuerpo ni
en la cabeza. Estoy acá, y voy a luchar contra esta condenada enfermedad de los
kilos, pero con dignidad, con la alegría de saber que soy única, que soy
absolutamente irrepetible y que de a poco, empiezo a amarme así, como soy.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario