sábado, 21 de junio de 2014

La lucha eterna

La puta balanza no se mueve. Es una espera constante y sin sentido, a esta altura de las cosas. Me enojo fácil, pero de verdad que agota hacer las cosas bien y no obtener resultados. Porque llega la odiosa pregunta, para qué? A veces no entiendo, y otras me resigno, porque de verdad la pregunta eterna de que le pasa a este cuerpo ya me aburre hasta a mí, creo que debo tener una zona cerebral dedicada a las dietas, el sobrepeso y otra enorme y superdesarrollada para la frustración de hacer cosas al pedo. No lo sé, y me canso de preguntar. De todas formas, haciendo un mea culpa, me doy cuenta de que no estoy estricta y de que ese nuevo sentido de inmediatez necesaria de la felicidad le pone un freno enorme al hecho de hacer dieta. Lo explico bien, muchas de las cosas, para no decir todas,  de las que hace la humanidad, están atravesadas por la comida. No es como con una droga, en donde hay un momento, o alguna situación en la que puede consumirse sin tener problemas. La comida está siempre y a libre disposición del que tenga plata para pagarla. Eso es jodido, al menos para un gordo con un poder adquisitivo de limitado a bueno. Ni hablar del gordo rico: tiene muchas más chances de enchastrar su paladar con grasa, que posiblemente venga en un paquete mucho más elegante, pero no deja de ser grasa que va a terminar en sus arterias, y va a darle un bobazo, un poco más tarde o más temprano. Llama la atención la cantidad de más que puse en el párrafo anterior. Pero el cerebro no es estúpido: por algo están ahí. Ese es el quid de la cuestión. El abarrotamiento de comida en el que vivimos, me da una mano enorme para seguir creciendo en talla. El gurú, en uno de sus libros, llama al mundo la aldea globesa. Un pelotudo, porque lo leo y me da bronca. Pero a pesar de su poco feliz término, la idea en general está bien. Los que tienen plata en el mundo, están cada vez más gordos. Cambió la fisonomía de la gente de un montón de países donde históricamente eran en general flacos, y ahora empiezan a verse personas rechonchas por doquier. Y donde hay pobres, lo que pasa es sencillo: la poca guita hace que puedas comer cosas que te llenen la panza y que esa saciedad deba durar, y que eso que le mandás al estómago debe ser barato. La conclusión es sencilla: otra vez harinas y grasas.
A veces lo pienso, y lo entiendo mejor: además de que acá no hay una cultura de las verduras, que son más baratas que la harina, todo lo empaquetado, todo lo industrializado tiene harina y grasas. Entonces, pobre o rico, se termina comiendo lo mismo, y eso hace que cada día los gordos seamos más gordos, y los flacos sean cada vez más escasos.
A pesar de toda la perorata, que claramente viene de mi visita a un shopping abarrotado de gente, llena de bolsas, comiendo sin parar, con esas cajas de pochoclo para darle de comer a todo un orfanato, junto con una coca cola que llena una pileta de bebé, y me sale esto, porque viéndolo desde afuera, yo era una más del patético conjunto, tengo que darme cuenta de que ese tren ya no es para mí, de que tengo que bajarme de esos programas que no llevan a ningún lado, y elegir muy bien a donde voy cuando salgo a comer afuera. Estoy  cansada de tantos cuestionamientos, y muy cansada de que este cuerpo puto no me haga caso cuando me porto bien. Me queda la difícil tarea de convencer a mi marido para operarme. Qué será más difícil?


No hay comentarios.:

Publicar un comentario